Grupo de manifestantes sostiene pancartas pidiendo al presidente Joe Biden que apoye un Nuevo Pacto Verde y ponga fin a su apoyo a los oleoductos y a la industria de los combustibles fósiles. St. Paul, MN. 29 de enero de 2021. (Foto de Tim Evans/NurPhoto vía Getty Images)

Pese a que el presidente de EE UU llegó a la Casa Blanca esgrimiendo ambiciosas promesas electorales sobre cambio climático y transición energética, su balance ambiental es muy limitado, y las expectativas para los poco más de dos años que le restan de mandato no son nada halagüeñas: por un lado, debido al contexto mundial de crisis económica y de guerra entre Rusia y Ucrania, por otro, porque en las elecciones de medio mandato de noviembre los demócratas podrían perder el Senado.

Hay que confiar en la ciencia, en cuanto sea presidente, una de mis primeras acciones será volver a meter a Estados Unidos en el Acuerdo del Clima de París. Éste era el mensaje recurrente del ahora presidente estadounidense, Joe Biden, durante su campaña para las elecciones de noviembre de 2020, en las que acabó venciendo a Donald Trump. La administración Biden comenzó, desde luego, cogiendo el timón y cambiando ostensiblemente el rumbo de lo hecho (y no hecho) por la de su predecesor, sin embargo, esos arreones iniciales fueron casi todo lo que pasó. EE UU entra ahora en la recta final de las llamadas elecciones de medio mandato (se celebrarán en noviembre y renovarán las dos cámaras del Congreso) y el balance en cuanto a políticas climáticas y de transición energética es muy limitado por tres factores: la escasa mayoría en el Senado, la crisis económica global y el escenario bélico entre Rusia y Ucrania, estos elementos completamente imprevistos a finales de noviembre de 2020. El riesgo ahora es que los cuatro años de Biden en la presidencia sean como los de Trump: otros cuatro años perdidos en la lucha contra el calentamiento global. Y el mundo no puede esperar.

El mensaje de Biden de una apuesta por la ciencia ligado a unas promesas de transición energética y de sostenibilidad (que era también una apuesta por un plan económico y para la creación de empleo ligado a esos sectores, una especie de New Deal verde) surtió efecto y fue y es una diferencia programática fundamental entre el Partido Demócrata y el Republicano en Estados Unidos. Era un mensaje que unía la política a la racionalidad científica en un contexto muy propicio: la pandemia mundial de la covid-19. El mismo día en que Biden tomó posesión de su cargo, el 20 de enero de 2021, el otrora vicepresidente de Barack Obama (2008-2016) llegó a la Casa Blanca y firmó la reincorporación de su país al Acuerdo del Clima de París, pacto mundial que había rubricado Obama y que los EE UU de Trump abandonaron oficialmente el 4 de noviembre de 2020.

Siete días después, Biden firmó una extensa Orden ejecutiva para hacer frente a la crisis climática en el país y en el extranjero  donde quiso establecer el enfoque y las bases del trabajo de su administración en el terreno de la lucha contra el cambio climático y hacia la transición a un modelo productivo, energético y de transporte sostenible. Junto a esto, Biden seleccionó al veterano y reputado John Kerry, en 2004 candidato demócrata a presidente frente a George W. Bush, como enviado de EE UU para el cambio climático y miembro del Consejo de Seguridad Nacional del presidente.

Biden pisaba fuerte e iba con paso decidido y firme. Aún resonaban las promesas concretas que el nuevo presidente americano había ido lanzando durante su campaña: Estados Unidos lograría una economía de energía limpia al 100% y cero emisiones de efecto invernadero a más tardar en 2050, su administración lanzaría un plan de inversiones potentísimo para el desarrollo de infraestructuras (edificios, agua, transporte, infraestructura energética…) para reducir el impacto en el cambio climático, y se enfrentaría al abuso de poder de los grandes contaminadores .

Así transcurrían los primeros días de la administración Biden. Sin embargo, pronto la realidad iba a tirar al traste las esperanzas generadas y salvo algún golpe de efecto más (como el bloqueo al oleoducto Keystone XL con Canadá en junio de 2021), el balance en términos prácticos ha sido escasísimo, muy influido, primero, por aspectos de política interna y después, y para rematarlo todo, por el escenario global.

En primer lugar, en las elecciones de noviembre de 2020 no solo se eligió al presidente de EE UU, también la composición de las dos cámaras del Congreso, la Cámara de los Representantes y, sobre todo, el Senado, que es la encargada de aprobar la mayoría de las leyes de calado. Para ello, se necesita el apoyo de 60 de sus cien escaños y el Partido Demócrata salió de los comicios con 50 senadores.

Contra esta realidad matemática ha chocado desde entonces la administración Biden para tratar de aprobar su ambicioso plan de infraestructuras (la base de su especie de New Deal verde), el llamado Reconstruir Mejor (Build Back Better). También aquí Biden quiso demostrar que iba en serio: su propuesta inicial para este plan ascendía a 3,5 billones de dólares. Sería la mayor expansión del estado del bienestar en medio siglo en Estados Unidos. De ese monto, 550.000 millones de dólares irían destinados directamente a la energía limpia y al transporte electrificado.

Pero necesitaban convencer a 10 senadores republicanos de que lo apoyaran y asegurarse el voto de los 50 demócratas. Y Biden no ha logrado ni una cosa ni la otra. Por la parte de su propio partido, dos senadores, Krysten Sinema, por Arizona, y, sobre todo, Joe Manchin, por Virginia Occidental, han sido inflexibles en su desacuerdo con la propuesta. Para tratar de acaparar apoyos, el plan se rebajó varias veces hasta los 1,7 billones de dólares. Logró pasar un primer filtro en la Cámara de los Representantes, donde el plan fue aprobado el 19 de noviembre de 2021. Sin embargo, el Senado, al no contar el plan con los votos para ser aprobado, mantiene el plan en la sombra y hoy por hoy se considera muerto.

Este bloqueo político, además, corre el riesgo solo de empeorar para la segunda parte de la legislatura. El próximo mes de noviembre hay elecciones de medio mandato para renovar las dos cámaras del Congreso y, según van apuntando las encuestas, en ningún caso los demócratas se harían con 60 escaños en el Senado y, con mucha probabilidad, hasta acabarán entregando el control de esa cámara clave al Partido Republicano. De ser así, Biden acabará sus primeros cuatro años de mandato sin poder aprobar ninguna ley ambiental.

El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, escucha a los oradores durante la sesión de la Cumbre de Líderes Mundiales "Acelerar la innovación y el despliegue de tecnologías limpias" en el tercer día de la COP26, el 2 de noviembre de 2021 en Glasgow, Escocia. (Foto de Ian Forsyth/Getty Images)

Pero no solo hay que mirar al Congreso. Como indica Basav Sen, el director de Justicia Climática del Institute for Policy Studies, organización progresista con sede en Washington, “en el frente ejecutivo, el gobierno de Biden ha emitido más contratos de arrendamiento de petróleo y gas en tierra que el gobierno de Trump en un período de tiempo equivalente, y estaba planeando celebrar la mayor venta de contratos de crudo y gas en alta mar, pero un tribunal detuvo la venta. También han continuado con proyectos de combustibles fósiles perjudiciales de la era Trump, como el oleoducto de arenas bituminosas Line 3 y el Mountain Valley Pipeline (MVP), un gasoducto de fracking”.

Éste es el primer factor que está echando por tierra la estrategia de Biden en políticas climáticas y medioambientales. Los otros dos, en cierta medida entrelazados, son: la crisis económica como consecuencia de la pandemia (atasco en la distribución mundial, inflación) y la guerra de Rusia en Ucrania, que también ha acentuado la crisis económica.

En cuanto al primer aspecto, la gestión de la crisis está lastrando mucho la imagen de la administración Biden como para que ésta siga teniendo como bandera un plan de transformación climática, puesto que los demócratas son conscientes de que la lucha contra el cambio climático no genera apoyos transversales y masivos en la población americana. Según una encuesta de Pew Research de 2019, “aproximadamente un tercio de los adultos (35%) dice que los patrones naturales del medio ambiente de la Tierra contribuyen en gran medida al cambio climático, y otro 44% dice que los patrones naturales contribuyen en cierta medida”. 

En este contexto, Biden está priorizando absolutamente la gestión económica que es, además, la que le puede generar problemas en las elecciones de medio mandato y de cara a su posible reelección dentro de dos años. Sin embargo, las encuestas cada vez le dan peor resultado en ese sentido. Una de las últimas publicadas, la de ABC News/Ipsos, del 5 de junio, mostraba que Biden solo aprueba en su gestión de la pandemia. Frente a eso, el 72% de los estadounidenses desaprueba cómo Biden está gestionando el precio del gas, 71% su gestión de la inflación, el 61% la crisis económica en general y la guerra de Rusia en Ucrania, el 52%. Un balance muy pobre para seguir insistiendo en el debate climático sin ni siquiera tener los asientos necesarios en el Senado para sacar adelante su plan.

En este contexto, alguna de sus medidas contra la crisis económica o para combatir la inflación van en la dirección contraria a sus promesas verdes. Entre ellas, el 31 de marzo, el presidente estadounidense anunció como medida para combatir la inflación y especialmente el alza en los precios del petróleo y el diésel, que liberaría 180 millones de barriles de la llamada Reserva Estratégica de Petróleo del país, esto es, un millón al día durante seis meses. Dicha reserva, que fue creada en los 70 tras el embargo al petróleo árabe, acumulaba en el momento del anuncio 568 millones de barriles, frente los más de 700 millones que puede contener, según datos oficiales.

Por último, además, la guerra de Rusia en Ucrania ha puesto sobre el escenario global y, muy específicamente sobre el estadounidense, la cuestión primordial de la autonomía energética y el papel de EE UU en el mapa geoestratégico y energético global. Y aquí el petróleo y el gas (la producción, su distribución y su importación o exportación) juegan un papel fundamental en estos momentos del corto plazo en un escenario mundial bélico y con crisis económica incluido.

En este apartado Biden ha tomado también medidas polémicas y contradictorias con su programa de sostenibilidad y lucha contra el cambio climático, con el argumento de la seguridad nacional (la misma seguridad nacional a la que había vinculado el impulso a dichas políticas verdes). Si el 24 de febrero Rusia inició su guerra contra Ucrania, el primer fin de semana de marzo, Biden autorizó una visita oficial de miembros de su gabinete a Caracas para reunirse con el presidente venezolano, Nicolás Maduro. Tras años de tensión y de sanciones entre Caracas y Washington, el objetivo de esta visita no se ocultó: según explicó la entonces portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki, “el propósito del viaje fue discutir una variedad de temas que incluyen ciertamente energía y seguridad energética”.

Poco después, Biden autorizó a la petrolera estadounidense Chevron a poder entablar conversaciones con Venezuela, si bien la prohibición de operar con petróleo en el país suramericano siguió vigente hasta que el 5 de junio autorizó a las petroleras españolas Repsol y a la italiana Eni a poder enviar crudo venezolano a Europa a partir de julio para compensar el petróleo ruso.

Como señala Basav Sen, “la guerra entre Rusia y Ucrania ha provocado un enorme retroceso en la política energética de Estados Unidos. La guerra podría haber sido la oportunidad perfecta para que Europa y EE UU aceleraran la transición para abandonar los combustibles fósiles. En lugar de ello, el gobierno de Biden ha duplicado la producción y exportación de gas procedente del fracking, poniendo en peligro la salud de las comunidades indígenas, negras y latinas de la costa del Golfo de Estados Unidos (donde se ubicarán las terminales de exportación) y fijando niveles catastróficos de emisiones de gases de efecto invernadero. La construcción de infraestructuras de producción y exportación de gas no contribuye a la seguridad energética de Europa, y no resuelve el problema económico de los altos precios del gas en EE UU”, asegura este experto.

Cientos de jóvenes activistas por el clima marchan hacia la Casa Blanca para exigir al presidente de Estados Unidos, Joe Biden, que trabaje para convertir en ley el Green New Deal el 28 de junio de 2021 en Washington, DC. . (Foto de Chip Somodevilla/Getty Images)

Entretanto, el tiempo corre y cada vez se requieren de medidas más urgentes y de calado. El Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas publicó el 28 de febrero su último informe, en el que señaló que la temperatura del planeta ya ha subido 1,1 grados centígrados, casi en la cota máximo de los 1,5 grados de aumento que los países se comprometieron a tener para 2100. Tratar de cumplir o acercarse a ese objetivo exigiría medidas drásticas de reducciones de emisiones para 2030.

Esto exigiría un cambio de giro de lo visto hasta ahora por uno de los países más contaminantes del planeta, Estados Unidos. Y aquí es donde los expertos climáticos en EE UU son cada vez más escépticos. “Una observación general sobre la política climática de la administración Biden desde sus primeros días, y especialmente desde el inicio de la guerra en Ucrania, es que su retórica de afirmar creer en la ciencia del clima no se corresponde con la realidad”, apunta Sen, “incluso cuando el coro de científicos advierte de que la inminente catástrofe climática global se hace cada vez más grave y reclaman que cesemos en la expansión de los combustibles fósiles, el gobierno estadounidense parece incapaz de deshacerse de su adicción a la expansión y subvención de la industria del petróleo y el gas”.